Nadar con las nereidas

Revista Ritmo 960. Abril 2022

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Una joven de serena belleza parece contemplar el paisaje apoyada en su lira. Como ya hemos comentado en estas páginas otras veces, y salvo raras excepciones, siempre que encontramos una hermosa mujer acompañada de este instrumento en alguna obra de arte estamos ante una personificación de la música. En este caso, la imagen, plena de armonía clásica, es parte del monumento homenaje a Juan Bautista Alberdi en la ciudad de San Miguel de Tucumán, obra de la escultora argentina Lola Mora (1866-1936).

Su nombre completo era Dolores Candelaria Mora Vega, y nació en la provincia de Tucumán, al noroeste de Argentina, donde su padre, un modesto comerciante de origen catalán, tenía algunas propiedades. Desde pequeña destacó en el dibujo, aunque no comenzaría una formación seria en materia artística hasta cumplidos los veinte años. Ésta vendría de la mano del pintor italiano asentado en Tucumán Santiago Falcucci (1856-1922). Maestro con oficio y de un pulido academicismo, insistía a sus alumnos en la importancia del dibujo como base de toda práctica artística, y animó a Lola a perfeccionar su talento. Ella pronto brilló en el campo del retrato, dándose a conocer entre la alta sociedad tucumana por sus vívidas efigies de personajes principales. A los veintisiete años expuso por primera vez una amplia muestra de los retratos producidos en aquellos primeros años, consagrándose como una artista reconocida en su provincia.

Aprovechando este primer impulso, Lola viaja a Buenos Aires para solicitar ayuda institucional que le permita seguir formándose, y el Gobierno de Argentina le concede una beca de dos años para estudiar en Roma. Allí, en el taller de Giulio Monteverde (1837-1917), se orientará definitivamente hacia la escultura, mostrando un talento tal que, en 1900, su autorretrato en mármol, hoy en una colección particular, gana la medalla de oro en la Exposición Universal de París.

Ese mismo año, Lola Mora recibe su primer encargo oficial, la Fuente de las Nereidas para la ciudad de Buenos Aires. En un rincón profundo del mar Mediterráneo, entre guirnaldas de fresca espuma, las hijas de Nereo y la oceánide asisten al nacimiento de la más hermosa de las divinidades, que muestra la deslumbrante perfección de su cuerpo desnudo en lo alto de una venera nacarada. Lola despliega los conocimientos y la maestría atesorados en sus años romanos en un homenaje a la antigüedad clásica que es, como aquella, un canto a la belleza del cuerpo humano. Demasiado bello y demasiado desnudo, en opinión de la sociedad bonaerense de la época, cuyas escandalizadas protestas hicieron que, al cabo de unos años, la fuente fuera trasladada de su ubicación original, en la emblemática Plaza de Mayo, a la apartada Costanera Sur.

Pero ya dijo el poeta que hoy es siempre todavía, y en el hoy que fue aquel principio del siglo XX todo parecía sonreír a Lola Mora. Junto con el éxito internacional –ganó el concurso para erigir una escultura de la reina Victoria en Melbourne, que no realizó por tener que nacionalizarse británica-, llovían los encargos públicos en su país. Uno de ellos fue el monumento a Juan Bautista Alberdi, en el que aparecen, junto al prócer, la personificación de la República y también la de la Música, cuyo detalle compartimos hoy.

Juan Bautista Alberdi (1810-1884) es considerado el padre intelectual de la Constitución argentina por su obra Bases y puntos de partida para la organización política de la república argentina (1852). Sin embargo, además de su actividad como diplomático y jurista, fue un hombre de formación humanista que destacó en varios ámbitos de la cultura, y se dedicó a la música de manera paralela a su carrera profesional. Compuso varias canciones y piezas de salón, además de escribir un tratado de estética y un método de piano. Como crítico, glosó la actividad musical de Buenos Aires en diversas gacetas, con seudónimos como “un espectador” y “Figarillo”.

Después de diez años de prolífica carrera, el trabajo comenzó a escasear en el taller de Lola Mora. Los pagos de los encargos que ya había entregado a menudo no llegaban, y la artista se vio obligada, primero, a hipotecar su taller romano, y, finalmente, a vender sus propiedades y regresar a Argentina. Tras diversas aventuras como empresaria, perdió todos sus ahorros. Arruinada y enferma, tuvo que vivir al cuidado de sus sobrinas hasta que, sólo un año antes de su muerte, el Estado le concedió una pequeña pensión.

Cuando sus hermosas nereidas fueron desterradas del centro de Buenos Aires por prejuicios mojigatos, la artista lamentó que éstos hubieran primado sobre el placer estético de contemplar el desnudo humano, “la más maravillosa arquitectura.” Sin duda compartía el espíritu de los clásicos. Pero lo mezquino, lo irrelevante, la agresiva sombra de la mediocridad amenaza constantemente el brillo de lo extraordinario. Por eso es siempre mejor nadar con las nereidas, como Lola Mora. Esculpiendo diosas, escandalizando a los pacatos, desafiando a la estupidez. Celebrando la belleza.

Imagen: Lola Mora, Monumento a Juan Bautista Alberdi (detalle): la Música, 1904. San Miguel de Tucumán.

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